Perdonar trae libertad a nuestra vida
(Vida Victoriosa – Cap. 4)
Se miraron a los ojos. Un destello fugaz, de pocos segundos. Algo fugaz como un relámpago en una noche oscura que amenaza tormenta.
Rosaura quería decir muchas cosas. Tenía tristeza. La embargaba la desolación. Sin embargo, reprimió sus emociones. Resultaba mejor callar y medir, con sumo cuidado, el alcance de cada palabra.
Rolando se asomó por los barrotes. Esperaba insultos. Una frase procaz. Incluso, que lo agrediera. ¡Al fin y al cabo en una gresca de pandillas le había provocado la muerte a su hijo de diecisiete años! Pero no ocurrió así. Una mirada que lo dijo todo.
— Te perdono… — musitó ella, sintiendo que se quebraba su voz —. Sólo vine a decirte que te perdono —. Y se echó a llorar.
El joven guardó silencio pero, en lo más profundo de su ser, sintió que esas palabras lo hacían libre. Como si le hubieran quitado una pesada carga de su espalda.
— Gracias… — dijo quedamente.
Rosaura tomó su mano, prendida de los barrotes, la apretó con fuerza como si se tratara de su propio hijo, muerto violentamente ocho meses atrás, y se alejó llorando. También con la sensación de haberse liberado de una tremenda carga…
¿Qué hacer en medio de la encrucijada?
Marcela no acostumbraba fisgonear en el celular de su esposo, pero aquella mañana lluviosa en Santiago de Chile, decidió identificar a qué números había marcado.
Había un teléfono recurrente, pero en la opción de llamadas recibidas, aparecían los mismos dígitos.
Miró furtivamente en dirección a la ducha. Como siempre, Carlos cantaba mientras se afeitaba con la misma dedicación de quien de un relojero suizo. Así que aplicó “Repetir” y automáticamente se marcó el último número.
Al otro lado de la línea alguien con voz melosa respondió: “Aló, amor. ¿Ya estás fuera de casa? ¿Podemos hablar?...Aló, háblame mi vida… Alo…”Marcela sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. ¡Su marido, en quien tanto confiaba, tenía una amante!
Abrió furiosa la puerta del baño y le gritó con toda la fuerza que pudo:
— Explícame, ¿quién es la mujer que respondió al teléfono cuando marqué desde tu celular?....— Él se quedó mirándola. No esperaba que aquello ocurriera. Dejó la afeitadora a un lado. No sabía qué responder y sólo se atrevió a musitar:
— No debiste andar husmeando en mis cosas… — -, se quejó.
Ella salió llorando. No quiso escucharlo cuando le dijo que era solo una aventura y que allí mismo, incluso delante de ella si lo prefería, cortaría la relación.
En la tarde, cuando regresó del trabajo, no encontró ninguna de las pertenencias de Marcela.
Pasaron tres meses antes que pudieran tener un nuevo contacto. Ella guardaba resentimiento y después de una tarde, en la que dialogaron, discutieron y por momentos conciliaron, coincidieron en la necesidad de volver juntos “para intentarlo de nuevo”.
No resultó fácil para Marcela perdonar la infidelidad de su cónyuge. Sin embargo un día pudo compartir con algunas amistades que su matrimonio había reiniciado el curso de siempre. “Por fin, pude perdonarlo….”
¿Quién dijo que perdonar era fácil?
Sí, me pregunto, ¿Quién dijo que era fácil perdonar a quien te causa daño? Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos enfrentado el terrible dolor que se experimenta a nivel emocional cuando alguien nos traiciona, habla en contra de nosotros, hiere nuestra confianza o nos causa daño de alguna manera.
La rabia inunda nuestro corazón. Nos parece que perdonar resulta imposible.
“Es un asunto de los que no tienen dignidad”, gritaba furibunda una vecina cuando su esposo le pidió que le perdonara por una noche de farra con unos amigos.
Tal vez usted mismo ha atravesado por una situación similar. Sobrarían las palabras para explicarle qué se siente.
Pero, ¿ha pensado que la falta de perdón le impide avanzar hacia el éxito? Sin duda habrá leído, escuchado o visto por televisión informes científicos de las enfermedades que produce el guardar rencor.
Desencadenan altos niveles de estrés, insomnio, dolores de cabeza, afectación en el funcionamiento del organismo y se han dado casos en los que personas que anidan resentimientos contra alguien, evidenciaron cáncer y artritis, para mencionar solo algunas consecuencias.
¿Piensa seguir en la misma cárcel?
Hay quienes están en una cárcel, en medio de cuatro paredes y custodiados por unos cuantos barrotes, pero son libres. Su mente vuela. Se aman a sí mismos y a los demás. Anhelan, sueñan y hasta saborean la libertad y piensan de qué manera aprovecharán cada minuto.
A diferencia de ellos, hay quienes están en libertad, caminan por las calles sin que nadie les ponga problemas, pero están atormentados por la peor cárcel que uno pudiera conocer: La falta de perdón los acosa.
A dos hombres ilustres de la historia se atribuyen frases profundas y a la vez sencillas sobre el perdón: Napoleón Bonaparte, el célebre conquistador y estadista europeo solía repetir: “El perdón nos hace superiores a los que nos injurian.”.
Por su parte el famoso pintor irlandés Francis Bacon habría dicho: “Vengándose, uno se iguala a su enemigo; perdonándolo, se muestra superior a él.”.
Pero en mi condición de cristiano, deseo compartir con usted un principio de éxito que compartió el Señor Jesús con sus discípulos y con nosotros hoy cuando alguien lo abordó: “Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: — Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces? — No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces— le contestó Jesús. ” (Mateo 18:21, 22. Nueva Versión Internacional)
Para ilustrar la profundidad de su enseñanza, compartió con ellos en cierta ocasión una historia que le invito a considerar. “Por eso el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo, se le presentó uno que le debía miles y miles de monedas de oro. Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda. El siervo se postró delante de él. “Tenga paciencia conmigo — le rogó— , y se lo pagaré todo.” El señor se compadeció de su siervo, le perdonó la deuda y lo dejó en libertad. »Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. “¡Págame lo que me debes!”, le exigió. Su compañero se postró delante de él. “Ten paciencia conmigo — le rogó— , y te lo pagaré.” Pero él se negó. Más bien fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando los demás siervos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. Entonces el señor mandó llamar al siervo. “¡Siervo malvado! — le increpó—. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?” Y enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía. »Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano. ” (Mateo 18: 23-35, Nueva Versión Internacional)
Este pasaje que aplica a su relación con Dios, consigo mismo y en su interactuar con los demás, arroja varias enseñanzas que sin duda habrá descubierto:
1.- Dios nos perdonó, y no tenemos derecho alguno de no perdonar a otros.
2.- La misericordia es un principio de vida, que enriquece nuestra vida y resulta gratificante para los demás.
3.- Nuestro perdón no es ni grande ni pequeño: es un todo. Transforma nuestra vida y la de quienes nos rodean.
4.- Dios que perdona, recibe honra y gloria cuando perdonamos.
¿Qué derecho teníamos a recibir perdón?
La cara de sorpresa que mostró el agente policial no podía describirse. Aquél joven estaba frente a su escritorio confesando que llevaba varias semanas con unas valiosas obras de arte robadas de casa de un millonario de la ciudad.
— Lo hice porque no tenía para consumir drogas. Pero estoy arrepentido. Ni siquiera me atreví a ofrecer los cuadros y antigüedades a ninguna persona. Aquí están… — explicó.
El alto oficial hizo dos llamadas, luego lo condujo a la celda.
No había transcurrido un día cuando José fue llamado por un guarda.
“Puede irse— le dijo —. El propietario retiró los cargos y habló a su favor”.
No podía creerlo. ¡Merecía varios años de cárcel! Cuando preguntó la razón, el comandante le explicó que tras conocer de su arrepentimiento, el dueño de las pinturas y de los valiosos objetos, había decidido darle una nueva oportunidad.
He aquí una ilustración práctica de lo que Dios hizo con usted y conmigo. Nos perdonó. Todas nuestras maldades ameritaban que estuviéramos en condenación. Sin embargo no fue así. Sin que lo mereciéramos, nos perdonó.
El amado Señor Jesús murió en la cruz. Su sacrificio hizo posible este milagro, que nos abre las puertas a una nueva vida. El apóstol Pablo explicó a los cristianos de Colosas en el primer siglo y a nosotros hoy: “… ustedes estaban muertos en sus pecados. Sin embargo, Dios nos dio vida en unión con Cristo, al perdonarnos todos los pecados y anular la deuda que teníamos pendiente por los requisitos de la ley. Él anuló esa deuda que nos era adversa, clavándola en la cruz. Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal. Así que nadie los juzgue a ustedes por lo que comen o beben, o con respecto a días de fiesta religiosa, de luna nueva o de reposo.” (Colosenses 2:13-16, Nueva Versión Internacional) . Con frecuencia vienen a nuestra mente pensamientos que nos acusan sobre el pasado. “¿Cómo pretendes cambiar si fuiste esto o aquello…?”. E inmediatamente, como en una película underground, se traslapan imágenes del pasado, de cuanto hicimos mal. Pero es ahí cuando debemos recordar que por el sacrificio de Jesucristo en la cruz, usted y yo fuimos perdonados. No importa cuánta maldad obramos. ¡Fuimos perdonados! ¡Dios lo hizo por misericordia!
Hay quienes atribuyen esa sensación de acusación permanente a razones sicológicas. Los cristianos sabemos que es una estrategia de Satanás para impedir nuestro crecimiento personal y espiritual. Por eso, cada vez que nos amedrenta con ideas falsas, acusándonos de un ayer de pecado, le recordamos que tales pecados fueron perdonados y limpiados por su preciosa sangre en el monte del Gólgota.
¿Se acuerda Dios de nuestros pecados?
Si el Señor nos perdonó, no se acuerda más de nuestros pecados. Imagine por un instante que vamos al Despacho de Dios en el cielo. Entramos a su espaciosa oficina y Él está, juiciosamente y con una libreta en la mano, respondiendo a las oraciones de miles de creyentes en todo el mundo.
Usted carraspea para llamar su atención. Él deja su ocupación y se queda mirándolo.
— Dime, hijo… — le dice con afabilidad.
— Señor, me encuentro avergonzado por mis pecados… — musita usted.
— Realmente no sé de qué me hablas— le responde Dios —. Es más, para tu tranquilidad voy a buscarlos en el archivo….—
Inmediatamente teclea el computador. Busca por su nombre, luego por su apellido. Finalmente y antes de desistir, ausculta con fundamento en su profesión.
Concluye diciéndole: — Te lo dije. Tus pecados los perdonó mi Hijo Jesús en la cruz. Ya no tienes cuentas pendientes… —
Luego, con una sonrisa, la más amable y tierna que hayas visto jamás, le dice.
— Vuelve tranquilo a casa… Y por favor, cuando salgas, cierra la puerta —. Y con esas palabras retorna a su trabajo en la libreta, contestando más y más oraciones.
¡Dios ya lo perdonó! La Biblia, un libro maravilloso en el que aprendemos principios sencillos y dinámicos que nos conducen al éxito, nos enseña que: “Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones como lejos del oriente está el occidente.” (Salmos 103:12, Nueva Versión Internacional)
Lo lamentable es que infinidad de personas siguen atrapadas en la auto acusación. Dios ya les perdonó pero hay quienes no se quieren perdonar a sí mismos y arrastran a cuestas una pesada carga.
Desate a quien tiene en prisión
Cuando guardamos rencor contra alguien, fruto de la falta de perdón, nos encontramos en una fría, húmeda y oscura celda que nos daña y de paso, atamos a quien se convierte en el blanco de nuestro rencor.
Perdonar, entonces, es proceder a desatarle y de paso, librarnos de una pesada carga.
El Señor Jesús enseñó que tenemos el privilegio y la potestad de atar y desatar. “Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo. ” (Mateo 18:18, Nueva Versión Internacional)
Nuestras decisiones en el mundo físico, afectan el mundo espiritual. Se producen dos cosas.
1.- Nos liberamos de la cárcel del rencor, el odio y el resentimiento.
2.- Damos libertad a quien por mucho tiempo teníamos atado con ese sentimiento destructivo.
Las llaves para alcanzar la libertad tienen un solo rótulo: Perdonar.
Es una Ley universal, concebida por Dios mismo y que opera en su Reino. Acatarla nos abre las puertas para la victoria. Es esencial.
Tenga presente que perdonar es cancelar una deuda. Si no perdonamos, impedimos el obrar de Dios en nuestra existencia. Las oraciones son estorbadas y levantamos alrededor una tremenda barrera para que opera exitosamente en nuestra existencia.
Libérese del espíritu que destruye
La falta de perdón nos tortura y solo usted y nadie más que usted puede sentar las bases para ser libre.
Sólo Dios, cuando se lo pedimos, traerá una transformación en nuestro ser, dándonos un corazón perdonador (Cf. Ezequiel 11:19; 36:26)
Deseo concluir con una nueva ilustración. Real. Ocurrió hace varios años.
Una amiga de la familia me pidió que orara por su señora madre. Sufría terribles dolores, estaba hinchada y sentía punzadas en sus huesos.
Apenas orábamos junto con mi esposa por ella, pasaba una buena noche. Conciliaba el sueño rápidamente.
Pero de nuevo, antes de morir la tarde del siguiente día, una nueva llamada al celular: “Ore por mi madre, por favor”.
El ciclo se repitió por varios días hasta que hablamos con detenimiento e instado por el Señor, le pregunté cómo andaba su corazón, si odiaba a alguien. Terminó confesando que sí. “No puedo perdonar a mi yerno”, dijo.
Sentía que se había robado a su hija y cada vez que lo veía, sus entrañas se revolvían.
Solo después de guiarla en un proceso de confrontación con su realidad, y orientarla a perdonar— con ayuda de Dios — , pudo ser sana.
Igual ocurre con su existencia. Le invito para que simplemente piense en el asunto. Si decide aplicar el principio del perdón, que obra poderosamente en el Reino de Dios, todo cambiará en su vida y, desde ahora, dará pasos firmes hacia la victoria y el éxito, en las dimensiones personal, espiritual y familiar.
¡Tome la decisión! Con ayuda del Señor Jesucristo podrá lograrlo…, y avanzar en el camino hacia la victoria.
Publicado en: Libros Electrónicos
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